
Recorriendo Mónaco en moto como si fuera la F1: lujo, recuerdos y una V-Strom con historia
Descubre la emoción de recorrer la Costa Azul en moto desde Cannes hasta Mónaco. Una historia real de libertad, amor y lujo sobre dos ruedas, atravesando paisajes únicos, sabores inolvidables y recuerdos imborrables.
Recorriendo Mónaco en moto como si fuera la F1
Lujo, recuerdos y una V-Strom con historia
Volvemos a arrancar después de un paseo por la preciosa Cannes, capital del cine europeo y ciudad brillante junto al mar. Nuestra V-Strom 650 ronronea con suavidad mientras dejamos atrás las luces, la elegancia y el murmullo glamuroso de la Croisette. El sol de la tarde baña los cristales de los hoteles de lujo y proyecta sombras doradas sobre el asfalto mientras nos adentramos en la carretera que nos llevará a Niza.
No hay prisa. Hemos decidido no tomar autopistas, una promesa que nos hicimos al comenzar este viaje: recorrer la Costa Azul a nuestro ritmo, disfrutando cada curva, cada aroma y cada ráfaga de viento marino que nos golpea el casco. No necesitamos un plan detallado. Solo la carretera, nuestra moto, y la complicidad que se construye entre dos personas que comparten kilómetros y silencios.
El camino entre Cannes y Niza serpentea entre pequeñas calas, urbanizaciones lujosas y miradores que invitan a detenerse. Pero seguimos avanzando, con el mar siempre a nuestra derecha como un compañero azul intenso e infinito. Poco antes de llegar a Niza, la suerte —o el instinto— nos hace frenar en seco. A la izquierda, un pequeño chiringuito junto a la playa, con sombrillas de colores y una heladería artesanal que desprende aromas de vainilla, chocolate y frutas del bosque. Paramos sin dudarlo.
Nos quitamos los cascos y nos sentamos en una terraza de madera, con los pies casi tocando la arena. El helado frío en la boca contrasta con el calor suave del sol de la tarde. Nos miramos y no hace falta decir nada. Estamos exactamente donde queremos estar. Viajando sin horarios, sin reservas, sin mapas. Devorando la vida a sorbos dulces y lentos.
Poco después, seguimos hacia Niza, pero no nos detenemos. Esta vez el destino nos empuja con fuerza hacia uno de los puntos más brillantes y magnéticos de toda la Costa Azul: Mónaco. El Principado. El lugar donde el lujo, la velocidad y la historia conviven en menos de dos kilómetros cuadrados.
A medida que nos acercamos, el tráfico se intensifica. Hay movimiento, pero también orden. Los franceses saben convivir con las motos, y una vez más se abre ese carril invisible entre coches que tanto nos fascinó desde nuestra llegada. Con un suave golpe de gas y una sonrisa en los labios, cruzamos entre vehículos como si fuéramos parte de la coreografía local. La V-Strom, aunque equipada con maletas laterales, se mueve con elegancia.
Entrar en Mónaco en moto tiene algo de cinematográfico. Como si, al pasar el cartel que anuncia el Principado, el paisaje cambiara de guion. Los edificios se elevan como esculturas, las carreteras se ajustan a los desniveles del terreno con curvas imposibles, y cada esquina parece haber sido diseñada para ser fotografiada. Aparcamos cerca del puerto, donde los yates se alinean como palacios flotantes. Las fachadas blancas de los edificios, los jardines perfectamente cuidados, el aire impregnado de exclusividad… todo huele a elegancia.
Esta no es nuestra primera vez aquí. Estuvimos en Mónaco durante nuestra luna de miel, y regresar años después en moto tiene un sabor especial. Es como volver al mismo lugar pero siendo otras personas: más vividos, más rodados. Ahora los recuerdos se mezclan con las nuevas emociones. Caminamos por las mismas calles, pero las miramos con otros ojos. Con más calma. Con más agradecimiento.
Recorremos el puerto, tomamos algunas fotos, y luego decido darme un pequeño capricho personal: recorrer el trazado del circuito de Fórmula 1. No a toda velocidad, claro, sino con ese ritmo pausado que te permite saborear cada curva. Paso por la curva de Sainte Dévote, subo hacia el casino, atravieso el túnel... y de repente estoy dentro de uno de mis sueños de juventud. La sensación de estar sobre el mismo asfalto que ha visto pasar a leyendas del automovilismo me eriza la piel.
A nuestro alrededor, supercoches de marcas imposibles rugen como bestias contenidas. Ferraris, Lamborghinis, Bugattis... uno tras otro, como si estuviéramos en una exposición sobre ruedas. Pero lo más curioso es que, a pesar de toda esa ostentación, no nos sentimos fuera de lugar. Porque estamos allí con nuestra moto, nuestras ganas y nuestra historia. No hay nada más valioso que eso.
Nos detenemos frente al famoso Casino de Montecarlo. No entramos, pero nos sentamos en un banco cercano y observamos. Gente elegante, turistas emocionados, camareros con guantes blancos. El contraste con la sencillez de nuestra ropa de moto nos hace sonreír. Somos parte de otro tipo de lujo: el lujo de la libertad.
Cuando el sol empieza a bajar, las luces de Mónaco se encienden una a una, como si alguien estuviera preparando el escenario para una gran obra. La ciudad se transforma. Es hora de buscar un lugar para cenar, o quizá simplemente seguir la ruta un poco más. No lo sabemos aún. Porque eso es lo hermoso de viajar así: que cada decisión nace en el momento, y cada desvío puede ser el inicio de una nueva historia.
Mónaco queda atrás lentamente, mientras el ronroneo constante de nuestra moto marca el ritmo del anochecer. Y nosotros seguimos rodando, como siempre, hacia lo desconocido. Porque lo mejor, probablemente, aún está por llegar.
Continuará...



