boats on water near buildings during daytime

Escapada rómantica (Parte IV) de Mónaco a Menton y Hotel con sorpresa de Cristal

Un viaje en moto de hace años que nos llevó de las curvas míticas de Mónaco a la tranquila Menton, con anécdotas únicas, una cena inesperada y un hotel tan romántico como peculiar.

VIAJES

Miguel A.

8/10/20254 min leer

Hace ya muchos años, en una escapada que quedó grabada para siempre en nuestra memoria, dejamos atrás el lujo y la energía vibrante de Mónaco. Aquella tarde, con el rugido de nuestra V-Strom 650, nos adentramos en carreteras de montaña que parecían sacadas de un rally. No sabíamos que, al final del día, Menton nos regalaría una de las noches más románticas y peculiares de nuestra vida.

De Mónaco a Menton

Salir de Mónaco siempre es especial, pero aquella vez, hace ya bastantes años, lo fue todavía más. Dejamos atrás el puerto lleno de yates, las calles donde todavía parecía resonar el eco de los motores de Fórmula 1, y nos dirigimos hacia las montañas que vigilan la bahía. La carretera se elevaba rápidamente, ofreciéndonos unas curvas tan cerradas que, por momentos, parecía que estábamos en mitad de un tramo de rally. Allí, cada giro tenía una historia y cada recta era una pausa para respirar y dejarse envolver por las vistas.

La D53 fue nuestra primera conquista: una cinta de asfalto que se retuerce sobre sí misma, abrazando la montaña y regalando panorámicas de Mónaco que cortaban la respiración. Desde lo más alto, la bahía parecía una maqueta: el azul profundo del mar, el brillo del puerto y las diminutas calles que se entrelazaban como venas de una ciudad palpitante.

Tras disfrutar de esa cima, enlazamos con la D22, que nos guiaría directamente hacia Menton, la última ciudad francesa antes de cruzar a Italia. El descenso fue un viaje en sí mismo: carreteras más tranquilas, olor a mar que volvía a colarse por el casco y esa sensación de estar a punto de descubrir un lugar nuevo.

Menton

En Menton, lo primero fue buscar dónde dejar la moto y, de paso, algo para refrescarnos. El plan inicial era improvisar alojamiento, pero en Francia eso no siempre es sencillo. A diferencia del ritmo mediterráneo, aquí los horarios son más estrictos: muchos bares y restaurantes cierran temprano, y a las 18:00 las calles ya parecen prepararse para dormir. Nosotros llegamos sobre las 19:30 y, gracias a una aplicación móvil, revisamos varios hoteles y sus precios, que iban de lo razonable a lo prohibitivo.

Encontramos uno que nos encajaba y, sin pensarlo mucho, nos presentamos en la recepción. Nos recibieron dos jóvenes amables que, por suerte, hablaban inglés (yo aún no hablo francés… quién sabe, quizá algún día). Nos dieron una habitación que, aunque daba a la calle trasera, tenía desde el balcón una vista lateral al puerto y a la playa. Un detalle perfecto para lo que vendría después.

Tocaba buscar un lugar para cenar y la misión no era fácil. Finalmente encontramos una pizzería con horario turístico que cerraba a las 23:00, escondida en una preciosa calle peatonal, flanqueada por antiguas casas que parecían guardar siglos de historias. Allí ocurrió algo curioso: nadie parecía preparado para atender a clientes que no fueran franceses. Aquello, lejos de ser un inconveniente, era la señal de que habíamos acertado.

Nos enviaron a la camarera más joven, una chica de unos 16 o 17 años, que parecía más nerviosa que nosotros. Intenté hablarle en inglés, pero no reaccionaba, así que recurrí a un lenguaje universal: la mímica. Entre gestos y sonrisas algo torpes, conseguimos pedir la carta. Unos minutos después, las pizzas estaban sobre la mesa y resultaron deliciosas. El ambiente, íntimo y auténtico, tenía ese toque romántico que solo se da cuando uno se siente lejos de todo, pero cerca de la persona que ama.

El momento más cómico llegó al pedir la cuenta. Tras varios intentos fallidos, saqué un billete de 50€ y, por fin, entendió lo que quería decir. La cena, en aquel entonces, no superó los 25€ para los dos. Dejé una propina, no solo por el servicio, sino porque la chica había tenido que armarse de valor para atendernos.

Con la cena terminada, bajamos calle abajo y paseamos frente al mar. A un lado, la arena y las olas que rompían suavemente; al otro, los barcos meciéndose en el puerto. Caminábamos como dos enamorados en su propia película, dejando que la brisa nocturna nos envolviera.

De vuelta en el hotel nos esperaba la última sorpresa del día. Al entrar en el baño, descubrimos que la ducha y la cama estaban separadas por un cristal transparente. Desde la cama, podías ver perfectamente cómo se duchaba tu pareja. Y, como si fuera poco, el baño tenía dos iluminaciones: una luz fría y… una bombilla rojo pasión. Evidentemente, aquello no era casualidad: el hotel estaba pensado para algo más que dormir.

Aquella noche quedó grabada en nuestra memoria como una mezcla perfecta de aventura, romanticismo y momentos inesperados. A la mañana siguiente, tras un buen desayuno, retomamos nuestra ruta, listos para seguir descubriendo el encanto de la Costa Azul.

Una anécdota curiosa

No puedo dejar de mencionar un detalle curioso: desde aquel viaje he intentado varias veces encontrar ese hotel en Google y otros buscadores… y nada. No sé si lo renovaron, lo cerraron, le cambiaron el nombre o si simplemente me vuelvo un inútil buscando hoteles antiguos en Google, jejeje. Tal vez el lugar forme ya parte de esos recuerdos que solo viven en la memoria y no en internet.

En el próximo capítulo de esta escapada romántica, cruzaremos la frontera y entraremos en Italia… y créeme, lo que nos espera nos va a sorprender.

Escapada Romántica, de Mónaco a Menton (Parte IV)

La ruta que empezó como un paseo en moto y terminó en un hotel con ‘cristal sorpresa’
a marina filled with lots of boats and palm trees
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a set of steps leading up to a building
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