Col de la Lombarda en Moto
Gran día de Viaje cruzando en moto El Col de La Lombarda, un gran puerto de montaña mítico y con mucha historia que separa Francia e Italia. Los alpes en moto son increíbles.
VIAJES


Col de la Lombarda
Alpes en Moto.
La puerta secreta a Italia entre curvas, niebla y un amanecer inolvidable
“No se lo digas a nadie, pero hay un paso en los Alpes donde el tiempo se detiene…”
Fue en 2022. Tenía conmigo a un grupo de clientes que ya eran más hermanos de ruta que simples compañeros. Salimos temprano desde el lado francés, con esa mezcla de ilusión y respeto que siempre se siente antes de atravesar una gran montaña. Yo iba a lomos de una KTM 1290 Super Adventure, la bestia naranja que ruge con suavidad pero devora curvas como un bailarín sobre asfalto. Aquel día, sin saberlo, íbamos a cruzar uno de los rincones más mágicos y menos transitados de los Alpes: el Col de la Lombarda.


El inicio de algo especial
La carretera comenzó a serpentear casi en silencio. El tráfico desapareció pronto, y lo único que escuchábamos era el zumbido constante de los motores, acompasado con el latido del corazón. La Lombarda no avisa. No se presenta con dramatismo. Simplemente se va haciendo grande, curva tras curva, como si te hipnotizara poco a poco.
Las pendientes se empinaban, los valles se hacían más profundos, y el cielo se desplegaba sobre nosotros como un escenario preparado para algo importante. Y entonces lo entendí: este paso no es uno más. Es una entrada secreta. Un ritual de iniciación.
Curvas como caricias… y niebla como un velo
Curva izquierda, curva derecha, otra más. La KTM respondía con una agilidad que parecía desafiar su tamaño. Me enamoré de cada giro, de cada cambio de ritmo, como si el asfalto estuviera contándome una historia solo a mí. Mis clientes iban detrás, en fila, cada uno metido en su mundo, pero todos conectados por algo más fuerte que las palabras.
Y de pronto… la niebla. Espesa. Fría. Silenciosa como un fantasma.
A medida que nos acercábamos a la cumbre, una bruma densa empezó a envolvernos. Primero era solo un velo, una insinuación. Pero pronto se convirtió en una niebla cerrada que nos obligó a bajar la velocidad y afinar los sentidos.
El mundo desapareció. La montaña se borró. Solo quedábamos nosotros, nuestras motos y una carretera que parecía flotar en la nada. La visibilidad era mínima. El aire olía a humedad, a roca viva, a incertidumbre.
Y fue ahí, en ese silencio blanco, donde la Lombarda nos mostró su verdadera cara: un paso místico, casi secreto, reservado para los que se atreven a cruzar la línea entre lo real y lo imposible.
Un puesto fronterizo en mitad de la nada
Cuando creíamos que estábamos completamente solos en medio del mundo, apareció lo inesperado: un puesto fronterizo en el lado italiano. Viejo, gris, con una estética de guerra fría. Pero lo sorprendente fue ver varios policías armados, con cara seria, inspeccionando vehículos. En plena montaña. En medio de la niebla.
Pero todo fue correcto, profesional. Y al dejarnos pasar, uno de ellos nos dijo algo que aún resuena en mi cabeza:
“Disfruten del descenso. Pero háganlo antes de que caiga la noche…”
Y cayó
La advertencia no era gratuita. La niebla nos había retrasado. La luz se apagó mucho más rápido de lo esperado. El sol desapareció tras las montañas como si alguien lo hubiera apagado, y la bajada se convirtió en un túnel oscuro de curvas infinitas.
Faros encendidos. Manos firmes en el manillar. Corazones atentos. Cada curva era un misterio. Cada sombra, una trampa. La carretera descendía sin compasión, rodeada de árboles negros y paredes de roca.
Mis clientes iban detrás, en silencio. Todos sabíamos lo mismo: íbamos tarde. Muy tarde.
El hotel… y el rescate con sabor a pizza
Nuestra meta esa noche era el Wolf Village, un hotel restaurante a las afueras de Cuneo, escondido entre árboles, junto al rumor constante del río. Un lugar acogedor, de esos que te abrazan en cuanto bajas de la moto, con fachada de madera, luces cálidas y olor a chimenea.
Llegamos justo a tiempo, con los relojes mordiéndonos los talones. Sudados, hambrientos, extenuados… pero con una sonrisa que no se nos podía borrar.
Y ahí ocurrió algo que, a veces, se convierte en lo mejor del viaje: la hospitalidad inesperada.
Nos recibieron con una sonrisa sincera, casi como si nos estuvieran esperando. Al explicarles que veníamos de atravesar la Lombarda de noche y con niebla, los ojos del dueño se abrieron como platos.
“¡Venís de ahí arriba? Venga, pasad rápido… que aún podemos prepararos algo.”
Y lo hicieron. Con cariño. Con ganas. Nos sacaron unas pizzas recién hechas que sabían a gloria, acompañadas de una cerveza fría y ese silencio compartido entre personas que han vivido algo único.
Aquella cena fue más que comida: fue un homenaje a la aventura.
Mientras brindábamos, con la ropa aún oliendo a montaña y el cuerpo vencido por el cansancio, supimos que estábamos donde teníamos que estar.
El amanecer junto al Torrente Stura
Y entonces, la recompensa.
Porque hay momentos en los viajes que no se planean, no se compran, no se repiten. Aquel amanecer junto al Torrente Stura di Demonte fue uno de ellos.
Me desperté antes que nadie. El cielo todavía tenía tonos de tinta. Salí con una taza de café en mano, y lo vi. El río susurrando entre piedras, la niebla todavía flotando sobre el agua, y el primer rayo de sol pintando de fuego los picos más altos.
Italia se mostraba ante nosotros como una promesa. Silenciosa. Pura. Eterna.
Me senté en la barandilla de madera y me dejé llevar. Pensé en lo vivido, en la niebla, en el control fronterizo, en la noche sin cena. Y supe que había cruzado una frontera mucho más importante que la política: la frontera entre viajar y sentir.
El Col de la Lombarda no se cruza. Se vive.
Hay puertos de montaña que se tachan de un mapa. Que se suben y se olvidan.
El Col de la Lombarda no es uno de ellos.
Es niebla que te obliga a confiar.
Es curvas que te abrazan y te retan al mismo tiempo.
Es un silencio espeso que te pone a prueba.
Es una frontera custodiada por policías y fantasmas.
Es una noche sin comida, y un amanecer que alimenta el alma.
Y es, sobre todo, una puerta.
Una puerta secreta a una Italia que no empieza en una ciudad, sino en una emoción.









