
Carretera GI3440
La carretera suspendida entre el cielo del Pirineo y el rugido del Cantábrico, desde el lado de la montaña surge una carretera que empieza, recorre y termina con unas vistas increíbles. Naturaleza en estado puro.
VIAJES


Hay trayectos que se olvidan al girar la llave del motor. Pero otros… otros se quedan grabados en el alma para siempre.
No sé cuántos años han pasado desde que recorrí aquella fina línea de asfalto colgada entre el mar y la montaña. Pero lo que sí sé es que esa carretera, la GI-3440, me marcó para siempre. No solo por su belleza salvaje, sino porque logró algo que pocas rutas consiguen: silenciar mi mente y hablarle directo al corazón.
La GI-3440 nace en Donostia, esa ciudad donde la cultura y el mar bailan juntos en cada esquina. Y desde ahí comienza a trepar suavemente hacia uno de los tramos más alucinantes del País Vasco, deslizándose por la ladera de la montaña como una serpiente negra que se niega a desaparecer entre los árboles. A unos 500 metros sobre el nivel del mar, el Golfo de Vizcaya se abre frente a ti como un escenario infinito, brutal, indomable.
Cada curva es una postal. Cada recta, una tentación para detenerse. Y no puedes —no debes— resistirte. Porque esta ruta no se recorre con prisa. Se saborea con los cinco sentidos. Caballos salvajes pastan en libertad, mirándote con esa nobleza que solo tienen los animales que no conocen la jaula. Y si prestas atención, puede que veas también ciervos cruzando entre los helechos, o aves planeando sobre los acantilados como guardianas invisibles de este lugar sagrado.
Carretera GI-3440:
Suspendida entre el cielo del Pirineo y el rugido del Cantábrico


Una leyenda en el horizonte
Cuenta una vieja historia de marineros que, en noches de niebla espesa, una mujer vestida de blanco aparece en la curva más alta del camino, mirando al mar. Dicen que espera el regreso de un barco que nunca volvió. Que su llanto se mezcla con el rugido de las olas. Y que quienes la han visto aseguran que algo dentro de ellos cambió para siempre. No da miedo. Da paz. Una extraña paz que solo se encuentra cuando uno se enfrenta al abismo de lo que somos realmente.


Un final perfecto: el faro y la joya medieval
La ruta termina en el Faro de Higuer, donde el viento salado te da la bienvenida como si supiera que has completado algo importante. Desde aquí, el azul del mar se extiende hasta el infinito, y por un momento, todo parece encajar. Todo tiene sentido.
Y para cerrar el viaje con broche de oro, Hondarribia te espera. No es solo uno de los pueblos más bonitos del País Vasco. Es historia viva. Sus calles empedradas, sus casas de colores, sus murallas antiguas... todo te habla de un pasado lleno de luchas, leyendas y vida. Sentarse en una terraza, con un vino en la mano y el casco aún caliente sobre la mesa, es sentir que formas parte de algo más grande que tú. Algo que solo quienes viajan en moto entienden de verdad.









